EL INCENDIO
I
Oh, atalaya de bronce, cuyo acento
del corazón aviva los latidos.
Tú del deber adviertes el momento,
enviando entre las ráfagas del viento
como clarín de guerra los sonidos.
Al eco de tus voces, soberano,
nadie trabaja ni tranquilo duerme,
puesto que en nombre del dolor humano
reclamas protección para el hermano
del incendio voraz víctima inerme.
Ya el bombero te oyó, y ágil, ligero,
el lecho deja o el coloquio trunca:
anhela en el peligro estar primero,
porque es propio, exclusivo del bombero,
no retardar el sacrificio nunca.
II
Y llega al espectáculo imponente
que al cielo arroja densos nubarrones
y hace surgir en su redor candente
al norte, al sur, al este y occidente
volcánica labor de erupciones.
Entre el hombre y el tórrido elemento
se va a empeñar la desigual batalla;
pronta a invadir el ígneo campamento,
ya llega el material de salvamento
y el agua emerge en vez de la metralla.
Los ganchos, las lonas y escaleras
sustituyen reductos y cañones;
como sierpes gigantes las mangueras
se conmueven y arrojan altaneras
el chorro salvador por los pitones.
Y entre el humo, las llamas y el estruendo
siluetas de bomberos se destacan,
gladiadores modernos que, surgiendo
en medio del peligro, van siguiendo
la inmensa hoguera que con furia atacan.
Se escuchan de la madre solitaria
las vehementes preguntas por sus hijos
y en medio de la turba tumultuaria,
mientras alza a los cielos su plegaria,
tiene sus ojos en las bombas fijos.
En confuso clamor se oye el lamento,
el ruido de las máquinas jadeante,
el pifiar de corceles, el acento
que de angustia suprema cruza el viento
pidiendo agua, más agua, a cada instante.
III
El bombero es la lucha no apercibe
su cuerpo del siniestro a los furores;
tampoco siente el golpe que recibe,
que es tan solo el deber lo que concibe
entre el humo, la llama y sus fragores.
Parece en otras partes el bombero
resignado por sueldo a ignota suerte;
En Chile por servir da su dinero
y marcha hacia el peligro placentero
y ve llegar con altivez la muerte.
Nada importa que el muro desplomado
venga a tierra en caída estrepitosa;
nada que se hunda súbito el techado...
El puesto del deber quedó marcado
por Johnson, por Ramírez y por Ossa.