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Estampillas
INCENDIO


Apoyándose en las sombras
el humo negro se eleva,
pintando en el limpio cielo
el óleo de la tragedia.

Se escapa un grito de angustia
del pecho de las chicuelas
y la desgracia sonríe
en sus caritas morenas.

Asoma por las ventanas
el monstruo de siete lenguas
que ha jurado, en esa noche,
comerse toda la aldea.

Pero ya salta al espacio
el grito de la sirena,
rearmando a sus gladiadores
en actitud de pelea.
Y van dejando las calles
muy atrás en su carrera.

Están frente al enemigo
no necesitan arenga,
frenan los fogosos carros,
como amaestradas yeguas
y saltan los voluntarios
en línea impecable a tierra.

El material cobra vida
en contacto de las diestras,
se estiran como serpientes
los brazos de las mangueras
y se hacen en las murallas
camino las escaleras.

Las palas y las picotas
hacen su savia tarea
y los bicheros apuntan
al corazón de la fiera.
Y ya el filo de las hachas
corta el filo de la hoguera.

Un imberbe voluntario,
en su suicida carrera
cruza el cerco de las llamas
sin que nada lo detenga.




Las llamas clavan su garra
en su mojada chaqueta,
cae una lluvia de brasas
sobre su estoica cimera,
cae un silencio de muerte
con la insólita tragedia …
los músculos se han quedado
marcando un compás de espera.

Más ya regresa el valiente,
quemado el pelo y las cejas
trayendo envuelta en frazadas
una criatura tierna.

El heroísmo contagia,
se redobla la pelea,
saltan las llamas al aire
huyendo de las mangueras
y el humo se arrastra herido,
como pidiendo clemencia
y las mil lanzas de agua
clavan al monstruo en la tierra.

Deshaciendo las distancias
las tres máquinas regresan
tranquilas como el labriego
que regresa de la sierra.

En el cuartel de la Bomba,
la voz del Comando ordena:
Un paso al frente el bombero
que salvó la niña tierna,
se ha ganado una medalla
como justa recompensa …
pero nadie se adelanta,
la fila sigue pareja …
el héroe se fue a su casa
huyendo la recompensa.

Lonko Quilapán