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Estampillas
“EL DEBER CON UNO MISMO”
Tercer Lugar del Segundo Nivel
Autor: Patricio Daniel Salgado Riveros
Edad: 13 años.
Colegio: Manuel Vicuña Larraín
Curso: Octavo Año A Educación Básica
Comuna: La Florida
Región: Metropolitana.
* * *

Francisco era un joven de 18 años, moreno, delgado, medía como 1,80 más o
menos, empeñoso y trabajador. Había terminado la enseñanza media a los 17 años y en esos
momentos trabajaba en una labor poco conocida para la época: debía verificar domicilios
de los clientes de varias empresas comerciales que pedían créditos y ayudaba a un cartero
(vecino y amigo) a entregar giros telegráficos (dinero) a domicilio por el vasto sector que le
correspondía desde la comuna de Cerrillos, Maipú y La Cisterna. Comenzaba a caminar
temprano, una vez que ordenaba su recorrido, y se dirigía a su primer destino.
Francisco tenía sueños que quería alcanzar con su esfuerzo, con su trabajo, ya que él
procedía de una familia modesta. Su padre, obrero de la construcción, había estudiado hasta
1º humanidades, equivalente a 7º básico hoy día, ganaba muy poco dinero que debía
repartir entre gastos básicos y la educación de sus cinco hijos. Su madre, dueña de casa,
también tenía estudios, sólo llegó al 6º preparatoria y había iniciado el 1º de humanidades
en la Escuela Normal porque quería ser profesora. Con principios y valores muy sólidos
que, a su modo, sabía inculcar a sus hijos.

Cosa curiosa era que su padre era adicto a la lectura y no tenía vicio, no bebía, no
fumaba, y eso no es habitual en las características de un “maestro”. Pero se gastaba buena
suma, según su esposa, en diarios y revistas que no le reportaban ninguna ganancia, pero a
los que sus hijos también accedían incluyendo a Francisco.
Un día, haciendo su recorrido habitual, con la diferencia, esta vez, de hacerlo en una
vieja bicicleta, prestada por un amigo, en razón de que había mucho que entregar por las
fiestas que se aproximaban, por lo que debía hacerlo en menor tiempo posible para abarcar
más territorio. En la tarde, recorriendo las cales aledañas a la Av. Gabriela Mistral en el
sector de Lo Espejo, Francisco se encontró con un voraz incendio, se quemaba un
frigorífico. Grandes rumas de cajas de madera se desmoronaban en llamas, amenazando las
viviendas aledañas. Francisco, sin pensarlo dos veces, bajó de la bicicleta, pidió que se la
guardaran en una casa alejada del peligro y se aprestó a ayudar a un bombero joven, al
parecer menor que él y de menor contextura, que luchaba por mantener firme un “pitón”
conectado a una manguera que lanzaba agua en un grueso y potente chorro, directo a las
cajas de madera incendiadas, con el fin de desbaratar el montón de madera carbonizada casi
transparente y roja calcinada que amenazaba con desplomarse sobre los techos de casas
continuas.

¡Hola!, dijo Francisco. Pero el joven bombero, compenetrado en su tarea y
dominado por la adrenalina, no respondió al saludo de Francisco que debió repetirlo
mientras, juntos, sostenían el tubo acuático a duras penas para cumplir con la difícil
encomienda, coordinándose en los movimientos y comenzaban a avanzar hacia el fuego
cuyo calor aumentaba considerablemente cada vez más. El objetivo era el mismo, pero el
riesgo aumentaba. Ni Francisco sospechó lo que se produciría más adelante.
La situación se hacía cada vez más insostenible y no llegaban los recursos a este
lado, pero al parecer ellos estaban dominando el avance del fuego por este lado. Ya se
divisaban los murallones de adobe donde se sostenían las grandes torres de maderas y los
cajones amontonados que cedían al golpe violento del agua que lanzaba pedazos para todas
direcciones. Caminaban cautelosamente en dirección al siniestro mojando todo cuanto se
les ponía por delante protegidos por la muralla que, por los cambios de temperatura, se
transformó en una amenaza constante que no había considerado el dúo. Cuando estaban en
plena faena y concentrados en su función, se doblaban al contacto del chorro pitonesco de
cristalino y forzudo líquido que demostraba todo su poder controlado por Óscar, el joven
bombero, y Francisco, el improvisado ayudante.

En el justo momento en que llegaban los refuerzos de Compañías vecinas, Óscar y
Francisco no lograban percatarse de que el inmenso murallón sufría mucho con los cambios
de temperatura y la presión del agua que impactaba fuertemente en sus adóbicos ladrillos
erosionaba, gastaba y desprendía, poco a poco, la antigua construcción. En el momento en
que ellos miran la ayuda urgente que acababa de llegar, Francisco se percata de que el muro
está ladeándose en dirección a Óscar. Francisco, sin medir reflexión ni pensamiento, sino
puro instinto, toma de un brazo a Óscar, y le da un empujón que sale disparado y arranca
para el lado de Óscar para cubrirse del escombro que en ese momento ya caía a pedazos
cerca de los improvisados bomberos. Quietos y ocultos, reflexiona cada uno del momento
vivido, Óscar no entiende cómo y por qué Francisco se arriesgo tanto por él cuando era él
mismo quien debía proteger a su salvador. Repuestos del susto, ambos caminan hacia el
carro bomba, se sientan en una de las escalinatas sacudiéndose en un acto más reflejo que
práctico, el barro. ¡No servía de nada ese acto!, pero metidos en pensamientos seguían
dando vueltas esa idea particular...

¿Por qué me arriesgué tanto?, piensa Francisco y Óscar buscaba los motivos que
motivaron a su improvisado salvador.
Óscar fue el primero en romper el silencio, con la toalla secándose el rostro y cuello,
pregunta a Francisco “¿Por qué me salvaste la vida?” Francisco le contesta muy seguro de
lo que había ocurrido: “¡yo te salvé porque es mi deber!, no contigo, sino conmigo mismo.
Ustedes siempre arriesgan la vida por los demás, es bueno que alguien la arriesgue por
ustedes también”. A Óscar se le nublaron los ojos de lágrimas y se fundieron en un abrazo
de amistad y agradecimiento mutuo por la oportunidad que cada cual le dio al otro de
servir..